Un pez naranja

Primavera de 2020. Escrito en tiempos de confinamiento

En casa tengo uno de esos peces naranjas.
Sí, uno de esos que parecen todos iguales, como fabricados en algún laboratorio para distribuirlos masivamente por todos los acuarios.
Se lo regalaron a mi hija pequeña hace unos años, junto con otro compañero (o compañera… no soy muy hábil en distinguir el sexo de los peces… no soy muy hábil en muchas cosas).
El compañero murió al poco tiempo.
De repente, empezó a nadar torcido, como si su eje de flotación se hubiera desviado.
Una mañana apareció flotando en la pecera.
Quedó un solo pez, quizás apenado en su soledad.
Fue pasando el tiempo.

Cuando me acerco y levanto la tapa del acuario, se aproxima presuroso, intuyendo la comida.
Nunca estoy muy seguro de si es demasiado o demasiado poco.
(He leído y preguntado cuál es la cantidad idónea, pero -otra torpeza mía- sigo sin tenerlo claro).
A veces, mientras lo miro, recuerdo aquel cuento de Cortázar y me imagino convertido en ese pez.
Quiero creer que me quiere, que me conoce. Sé que me necesita.

Mi hija lo llamó Willy, por Willy Fog. Supongo que es un nombre afortunado, pues el mundo de Willy es ahora tan limitado que se pasa el día dándole 80 y más vueltas.

Contemplando a este pez naranja
con su fulgor de sol apagado,
me pregunto de dónde viene,
hasta dónde se remonta su genealogía de peces de acuario,
convertidos en adorno
decorativo de casas y oficinas,
en distracción efímera
de niños y ancianos,
enjaulados en espacios ridículos
lejos de sus orígenes,
lejos del paraíso de los peces,
aquel con el que sueñan,
aquel al que quizá retornen
cuando llegue el último día.

Contemplando a este pez naranja,
en su monótono deambular,
en su ir y venir interminable,
se intuye la maldición de su especie,
la condena de su belleza,
la persecución eterna de los hombres,
incansables buscadores de tesoros
que nunca sacian
sus ansias
de poseer.
Entonces
surge un dolor sordo,
una especie de vergüenza,
una tristeza…

Contemplando a este pez naranja,
se intuye la pequeñez
ridícula en la que vivimos
encerrados,
la vaciedad
insulsa
con la que llenamos
nuestras vidas,
el triste ir y venir,
vuelta y vuelta,
con el que perseguimos nuestra imagen en el espejo.

Hubo un tiempo
en el que los peces naranjas de acuario
vivían libres y salvajes.