Es en el ocaso cuando
levanta el vuelo la lechuza.
La tierra se desgarra para acompañarla,
y de ella asoman -clamantes- las manos de los muertos
y se crispan los dedos, huesos humeantes macilentos
al escapar de todas las palabras.
Los discursos ahogan a los pájaros con su hedor insoportable,
comprimen el espacio y
exprimen la materia hasta aplastarnos
como basura compactada por máquinas eternas.
El lenguaje es mera mercancía fabricada por buitres perfumados
para adormecer para conquistar para manipular
a los buenos ciudadanos, perros obedientes que lamen con amor su propia orina.
El lenguaje es una cháchara vacía, un objeto de consumo,
un excremento que blanquea los sepulcros después de construirlos,
una herramienta que no vale nada porque sirve para todo.
Todas las cacatúas del universo todo hablan sin parar
para unos oídos que dejaron de escuchar
desde el instante mismo
en que la serpiente empezó a reptar por nuestros huesos descarnados.
Con su ruido retorcido nos arrancan
el aliento de la luz
y marchitan la tela de la araña
antes de que germine el alba.
Con su pesadez metálica
asfixian cualquier palabra verdadera,
devoran, como gusanos hambrientos, todos los silencios,
y dejan apenas
un resquicio
de esperanza
en el vuelo crepuscular de la lechuza.