El otro día tuve que cortar un árbol.
Era un viejo cerezo,
pequeño y frágil,
medio derribado -derrotado- por el último temporal.
Antes de cortarlo,
abracé su tronco retorcido y áspero
y le pedí perdón
por lo que iba a hacer.
Con cada golpe de hacha
-tañido fúnebre que cortaba el silencio de la tarde-
desgajaba su cuerpo, rompía sus entrañas,
carcomía mi dolor.
Apenas daba fruto cada primavera,
alimentando a unos pocos pájaros y avispas,
y su sombra era tan mínima y precaria
como la mía.
En su fragilidad perenne,
en su corteza tosca, pero siempre acogedora,
en su savia palpitante, a pesar del peso de los días,
en su fruto escaso y pobre,
lo sentía yo hermano de mis soledades y desamparos.
Hoy camino más despacio.
El sol apenas deja ver sus últimos rayos.