Autobiografía

I
Sentí el amor desde antes de nacer.
Todavía recuerdo el brillo de la luz,
el aroma de las rosas,
la templada caricia del agua,
la cálida melodía que me acunaba.

La esperanza aleteaba por los rincones,
reposaba sin prisa, suspendida en el instante,
alimentaba gota a gota el gesto, la palabra, el silencio.

II
Nací. El corazón, abierto de puertas y ventanas.
Mis padres anegaron de luz toda la casa.
Y yo me dejé inundar, sumergido
en la paz
tierna
de la tierra bajo una lluvia de verano.

III
Crecí. Una noche, la luz huyó,
el dolor me atravesó de parte a parte,
la fuente se secó
y sembró sus huevos el gusano en el tuétano mismo de mis huesos.

Supe -entonces y para siempre- qué
era la muerte.

Corrí. Atravesé puertas y corredores,
abandoné -desolado- soles, rosas, fuentes, lluvias y esperanzas.

Llegué a una puerta. Un resquicio de luz asomaba por debajo…
Mis padres aguardaban. Sabían –sabían-. De sus manos brotaban haces de luz, nubes de lluvia.
Solo dijeron: “Te amamos tanto…”
La tierra aún era fértil. Y la semilla germinó,
y regresó el trino de los pájaros.

IV
Después, el tiempo fue dejando sentir el peso de su mano encallecida.
Medraron hierbas y matojos.
El liquen se apoderó de las paredes,
y la claridad se refugió en el desván, debilitada por el mundo y por los años.
Allí fue alimentada -con fervor- por el verso y por el gesto.
También por el eco del recuerdo que todavía
se filtraba al final de aquel pasillo,
bajo la puerta.

V
Un día, una mujer me trajo
un amor cuajado de silencios y palabras.
En su piel, se tatuaban -había que saber leerlas-
historias de ternuras solidarias.
Con su corazón en la mano
abrió puertas y ventanas,
y ahuyentó óxidos, purines, desiertos, pesadillas y un millón de cucarachas.

Se conmovió por fin la vivienda entera, desde los cimientos a las nubes.
La casa toda se desbordó de claridades.
Y dos risas diminutas
llegaron para alimentar el eco de mi voz,
la huella alegre de mis pasos florecidos.

El crepúsculo compareció. Levantó el vuelo la lechuza,
a cámara lenta, con la paz serena del océano.
El jardín, que antes fuera semilla y después flor,
entendió así
el secreto de la eterna primavera:
borrar su máscara, reclinar el rostro
y amar –amar– hasta el fin
hasta a la más pequeña y humilde brizna de hierba,
aquella a la que no llega nunca la luz,
ni la caricia ni la sombra del aire que refresca…

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