Cuando me encuentro con el amigo
en paro, que pide ayudas aquí y allá,
que ofrece arrugas de llanto y de dolor,
surcos de batallas siempre por ganar…
Cuando el amigo deja entrever
sus penurias cotidianas,
su soledad de pájaro desalado,
su tristeza de flor encadenada,
su desesperada desesperanza,
su muerte en vida…
Entonces, entonces,
el amigo se agiganta,
se alza su mirada
más allá de mi vida y la de todos,
se yergue su cuerpo como
memorial de nuestra miseria -no de la suya-,
dedo acusador,
testimonio de un mar desbordado de cadáveres
putrefactos -los nuestros, no los de “ellos”-.
Entonces, yo me abato
y me entierro con mis manos,
cadáver encenegado,
vergüenza sin remedio,
escombro desangelado,
corazón ajado y desvencijado,
herrumbre, orín, basura, vómito…
Hasta que por fin el amigo ofrece, gratuita,
una mirada luminosa,
una mano salvadora,
un gesto redentor.
Resucita así el aleteo de la flor,
y refresca nuestra pétrea sequedad,
desierto abrasado por todos los pobres de la tierra.